La intimidad con Dios o intimidad divina es algo muy importante en el trato con Él, y por lo mismo debemos tratar de lograrla en el mayor grado posible.
Hay grados en la intimidad con Dios porque se trata de una forma de amistad. Lo primero que se requiere para tener intimidad con Dios es tener amistad con Él. Tal amistad es verdadera amistad, como la que tenemos con nuestros amigos comunes, pero con algunas características. Se trata de una amistad que puede tener la mayor de nuestras intimidades. Pero se trata de la amistad con el Ser Supremo, con Dios, nuestro Creador, a quien debemos adorar y amar al máximo, y también obedecer.
Consideremos a nuestro padre humano, suponiendo que nos llevemos bien con él. Lo normal es que le tengamos respeto y le debamos obediencia, y que nos hablemos de tú con él. Sin embargo él querrá que le tengamos el debido respeto, lo cual disminuirá un poco la intimidad que tengamos con él. Consideremos que muchas veces tenemos mayor intimidad con algunos de nuestros amigos que la que tenemos con él. Esto último no sucede con Dios.
Dios pide que la mayor intimidad la tengamos con Él, y no acepta que el respeto que le tengamos disminuya la intimidad que le tenemos. Se le puede y se le debe tener ambas cosas: el máximo respeto y la máxima intimidad, incluso el hablarnos de tú. Así nos lo enseñó Jesús: "Padre nuestro, que estás en el Cielo", y no: Padre nuestro, que está Usted en el Cielo.
Para lograr la amistad íntima con Dios hay que procurar orar sin cesar (Cf. 1 Tesalonicenses 5, 16-23). ¿Cómo se logra esto? Hay muchos consejos al respecto. Me parece que lo mejor es lo que Jesús ha dicho en algunas revelaciones privadas: no pensar en uno mismo en singular, sino pensar en plural, en nosotros, Jesús y yo. Es así porque Jesús siempre está con nosotros. Por ejemplo, no pensar "voy al mercado", sino "vamos al mercado" (Jesús y yo); no pensar "voy a dormir", sino "vamos a dormir" (Jesús y yo). Así incluso nuestro sueño es oración. Y lo mismo en todo lo demás.
Esto parece muy fácil; lo difícil es hacerlo de manera continua, pero pronto se va haciendo un hábito, y de una manera sencilla. Todos lo podemos hacer, y así, además, resolvemos el problema de una posible soledad; Jesús siempre nos acompaña. Y lo mismo podemos hacer respecto al Padre y al Espíritu Santo. De esta menera vamos incrementando nuestra amistad y nuestra intimidad con Dios.
Dios nos da luces, y lo usual es que Dios nos vaya dando mayores luces al ir teniendo mayor intimidad con Él. Hay varios tipos de luces. Las luces normales son las de nuestra inteligencia y nuestra conciencia, que Dios nos da a todos para mejorar nuestras vidas; son las luces de las que se dice que Dios ha dejado grabadas en nuestros corazones.
También están las luces que Dios nos da como respuestas o diálogo en nuestra oracion, en forma de claridades mentales. Podemos pensar que simplemente es algo que a nosotros se nos ocurrió, y puede ser así; pero con el tiempo vamos aprendiendo a distinguir lo que Dios nos dice de lo que a nosotros se nos ocurre.
Hay también luces en que parece que Dios nos dicta algo, pero no con palabras, sino con ideas; y nosotros traducimos esas ideas a palabras. Y hay también audiciones internas en que Dios nos habla con palabras precisas. En fin, hay muchos matices con los que Dios se comunica con nosotros.
Finalmente, hay luces en las que Dios nos habla de manera muy personal y muy clara —también con muchos matices—, como claras audiciones, visiones e incluso misiones específicas, como sucedió con Adán, Abrahán, Noé, Moisés, San José, la Virgen María, los apóstoles, y muchos santos. Y nosotros podemos responder o no, responder mejor o peor. Y nuestra intimidad con Dios va creciendo más o menos. Y Dios suele dar mayores luces a quienes van incrementando más esa intimidad.
El resultado es que gracias a dichas luces los fieles van mejorando sus vidas y también suelen ir mejorando la vida de la Iglesia. A veces sus propuestas son mal comprendidas por las autoridades de la Iglesia durante algún tiempo, sobre todo si se trata de cuestiones poco comunes o novedosas. Lo cual puede ser una significativa cruz para quienes las proponen, pero la realidad es que la verdad siempre triunfa al final, a veces incluso después de la muerte de quienes las proponen.
La intimidad con Dios es también importante porque podemos dialogar con Él y así lograr conocimientos que Él nos confía. Pero Dios suele dialogar con nosotros mediante diversos tipos de luces, como las que hemos descrito.
Esto tiende a crear el siguiente problema. Si alguien dice o escribe algo que él (o ella) piensa que Dios le confía en la intimidad divina, quien escuche o lea eso podrá pensar que eso viene de Dios, o podrá dudarlo, desconfiando de que Dios lo haya comunicado. Y en efecto, a quien lo dice o escribe se le pudo haber ocurrido, sin que Dios se lo haya comunicado. Así, pues, en estos casos se corre el riesgo de atribuir a Dios algo que no viene de Él; y claro, también se corre el riesgo de no aceptar algo que viene de Él. Dios sabe cómo manejar estas posibilidades.
Todo lo cual le preocupa al que escribe, temiendo que lo que atribuye a Dios en la intimidad divina, en realidad se le haya ocurrido a él mismo (o a ella misma). Claro que con el tiempo las personas van aprendiendo a distinguir lo que Dios comunica en la intimidad divina, de lo que a ellas mismas se les ocurre. Pero esta capacidad de ditinguir puede no conocerla el lector, o de plano no convencerle. O sea que la intimidad que tenemos con Dios nos acarrea este tipo de problemas.
El resultado es que cada vez que alguien escribe algo que piensa que Dios le comunica en la intimidad divina, a fin de sentirse honesto y tranquilo se siente obligado a añadir todas las aclaraciones que acabamos de manifestar. Lo cual es una verdadera molestia, tanto para el escritor como para el lector. Una mala solución sería no escribir lo que se dialogue en la intimidad con Dios. ¡Vaya pérdida!
Lo que se puede hacer para poder escribir lo que se dialogue con Dios en la intimidad divina, sin tener que estar añadiendo todas estas aclaraciones, es citar lo que Dios comunique en dicha intimidad, añadiendo la cita (intimidad divina). Por ejemplo:
Al citar algo por (intimidad divina), lo citado no debe citarse entre comillas porque no es una cita exacta, sino que debe citarse de alguna forma (como en letras cursivas) que dé a entender que se cita algo que en la mente del autor proviene de su intimidad con Dios, aunque él (o ella) sepa que se puede equivocar, por habérsele ocurrido a él mismo.
Éste es siempre el riesgo ante una cita por (intimidad divina). Mas también lo usual es que quien cita por (intimidad divina) lo hace porque suele tener experiencia de su intimidad con Dios. Pero el riesgo está siempre ahí, y el lector debe saberlo, aun teniendo un buen conocimiento del escritor en cuestión. La forma en que yo hago estas citas es subrayando y poniendo en letras cursivas lo citado, como se ve en el ejemplo anterior.
Gracias a este modo de citar, quien lea mi ejemplo debe entender que yo pienso que Dios me ha comunicado eso en mi intimidad con Él, pero que incluso yo temo, en mayor o menor medida, que pudo habérseme ocurrido a mí mismo.
Al hablar de la sensibilidad divina veremos que la sensibilidad divina también se puede citar, como en el siguiente ejemplo:
Y cabe aclarar que al citar por (sensibilidad divina) valen las mismas aclaraciones hechas en los párrafos anteriores respecto a citar por (intimidad divina). De hecho nuestro conocimiento de la sensibilidad divina presupone la intimidad divina.
Vay a hacer ahora, yo (Paulino), en este apartado, algo que no me gustaría hacer: escribir algunas de mis experiencias de inimidad con Dios. Pienso que es bueno hacerlo —pero poquísimas veces—, para facilitar a los lectores que todavía no tengan intimidad con Dios, la lectura de cómo puede o suele vivirse la intimidad con Dios ya en concreto. Claro que cada quien tiene sus propias experiencias, que pueden ser distintas, o muy distintas.
A Dios Padre yo le llamo Papá; a Jesucristo (el Verbo Encarnado) le llamo Jesús; al Espíritu Santo le llamo Amor; y a los tres les hablo de tú. De esta forma nuestra comunicación se hace más íntima. Y así nos lo enseñó Jesús: "Padre nuestro, que estás en el Cielo"; y no: Padre nuestro, que está Usted en el Cielo.
Llamarle Papá a Dios Padre no tiene problema, como tampoco lo tiene llamarle Jesús a Jesucristo. Pero llamarle Espíritu Santo a la tercera Persona de la Trinidad me parece tener poblema en lo referente a la intimidad con Él, por ser un nombre descriptivo. En los diálogos los nombres descriptivos hacen perder intimidad. No es lo mismo decir: "Oye, Miguel, regálame un ejemplar de tu Quijote", que decir: "Oye, Manco de Lepanto, regálame un ejemplar de tu Quijote.
Por eso decidí llamarle Amor al Espíritu Santo. Y luego resultó que sonaba repetitivo decir: Amor te amo. Pero resoví esa repetición diciendo: Papá, te amo; Jesús, te amo; Amor, te quiero.
Los humanos solemos experimentar la intensidad del amor en el enamoramiento, que suele experimentarse con alguna persona del sexo opuesto. ¿Podemos enamorarnos de Dios? Para muchos es una pregunta difícil, y tienden a responder que no. Para mí también fue una pregunta difícil, pero no me gustaba responder que no. ¿Por qué ese amor tan intenso no se le podía tener a Dios? Y me puese a buscar la manera de tenerlo.
Me resultaba difícil intentar enamorarme de Jesús, por ser un humano del mismo sexo que yo. También me resultaba difícil intentar enamorarme de Papá, porque los humanos no nos enamoramos de nuestros padres. Pero no tuve dificutad en intentar enamorarme de Amor (Espíritu Santo), porque ni tiene sexo ni es padre.
Así, pues, intenté enamorarme de Amor, y le pedí a Él mismo ayuda para lograrlo; y me ayudó, y lo logré. Parte de la ayuda fue hacerme entender que Él es mi director esiritual, y también de todos los humanos:
Pero me dijo que nosotros le hacemos difícil ejercer Su función, porque no sabemos que Él es nuestro director espiritual, y solemos ignorarlo (por algo se le ha llamado el Dios desconocido). Lo que hacemos es buscar directores espirituales humanos, que usurpan Su función, sin saberlo. Así nos lo propone la jerarquía, sin saber bien lo que propone; y los pobres de nosotros hemos venido padeciendo directores espirituales humanos.
Y luego me hizo ver que enamorarme de Él (de Amor) me ayudaría a enamorarme también de Papá y de Jesús. Y a Ellos también les pedí ayuda, y me ayudaron, y también lo logré. Claro, me enamoré de los Tres con enamoramientos de poca monta, pero enamoramientos al fin, y con posibilidad de incrementarse.
En nuestro amor a Dios puede y suele haber actos concretos de amor, puntuales, más o menos frecuentes. Tambien puede y suele haber continuidad en el amor. Y también puede y suele haber intensidad en el amor, mayor o menor.
Los actos concretos (puntuales) de amor, a mí se me facilitan más con Papá. La continuidad en el amor se me facilita más con Jesús. La intensidad en el amor se me facilita más con Amor.
Ya hablé de intensidad —enamoramiento— en mi querer a Amor. También hablé de continuidad en mi amar a Jesus —pensar en plural con Él continuamente—. Pero falta explicar cómo es que los actos concretos —puntuales— de amor a mí se me faciliten más con Papá.
Yo no conocí a ninguno de mis abuelos, e idealicé mi concepto de abuelo como un abuelo que juega íntimamente con sus nietos. Por eso pensaba en Papá como en un abuelo. Pero Papá no es abuelo, es Padre. Entonces empece a pensar en Él como un Padrazo, y quería ofrecerle muchos actos de amor concretos, punuales y muy frecuentes: un acto de amor a Papa cada paso al caminar, cada respiración, cada latido del corazón.
Como se trataba de actos de amor, yo quería que fueran conscientes, y además que pudieran ser muchos. Y empece a pensar en actos habituales de mi trabajo, como leer o escribir. Un acto de amor cada página, cada párrafo, cada frase, pada palabra, cada letra. Cada página, difícil. Cada párrafo, muy difícil. Cada frase, mucho más difícil. Cada palabra, imposible, interrumpe la lectura. Cada letra, ni se diga.
Entonces le dije a Papá que yo quería ofrecerle un acto de amor en cada letra de mi lectura, pero que me era imposible. Y le pedí que considerara mi deseo como si fuera una realidad; y le pregunté si estaría dispuesto a hacerlo en adelante. Me respondió que lo haría, y que le gustaba mucho que le pidiera eso (intimidad divina). ¡Caramba!, qué sorpresa; me quedé asombrado.
Entonces pensé que si me concedía eso, podría concederme más. Y empecé a pensar en cosas que se presentaran con mayor frecuencia que cada letra. ¿Cada qué? Y se me vino a la mente (¿me lo estaría sugiriendo Él?): ¡cada sinapsis! (rrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr...). Se lo pregunté, y me respondió que no sólo le gustaba, sino que le encantaba, y que también me lo concedía (intimidad divina). ¡Ése es Papá!
Esa relación con Papá es la mayor intimidad que he logrado tener en toda mi vida (y me asombro de mí mismo por comunicarla). Y tanto más a mi edad. Como dicen los niños: tengo 82 años entrados a 83.
Como dije, yo no quería escribir esto. Me siento rojo de vergüenza por escribir estas intimidades. Pensé borrarlas y me puse a releerlas. Y después de pensarlo mucho decidí dejarlas, por si a algunos lectores les puedan ayudar a entender, en concreto, cómo es la intimidad de Dios con nosotros, si nos disponemos. Pienso que debe de haber pocas narraciones tan íntimas como ésta.
Pretender que toda la humanidad logre tener una amistad íntima con Dios es algo que hoy es considerado una utopía.
A continuación veremos algunas consecuencias o implicaciones de la intimidad con Dios.
La inculturación no es debidamente conocida por muchas personas, y da lugar a diversos malos entendidos. La Real Academia Española define la inculturación como "proceso de integración de un individuo o grupo en la cultura y en la sociedad con las que entra en contacto".
En los procesos de colonización se ha descuidado la inculturación, pues algunas de las sociedades colonizadoras han intentado imponer sus culturas en las sociedades colonizadas, tal vez porque a los colonizadores les parece mejor o más fácil imponer su cultura por la fuerza, que aprender la cultura de los colonizados y procurar llevar a cabo una auténtica inculturación. Y tanto peor si piensan que ellos son los poderosos y que los otros son los que deben adaptarse.
Sin embargo la población de la sociedad a colonizar suele ser mucho mayor que los pequeños grupos de colonizadores. Lo cual ha causado muchos conflictos, ya que la sociedad colonizada quiere y necesita conservar su propia cultura. Y esto lleva a conflictos culturales y militares, y a que la sociedad colonizada trate de lograr su independencia; y la historia nos enseña que casi siempre lo logra mediante enfrentamientos violentos y militares.
Lo correcto es que los colonizadores aprendan la cultura de la sociedad a colonizar, que la valoren y que procuren lograr una mezcla positiva y constructiva de ambas culturas en la medida de lo posible. Y en caso de serias dificultades, ayudar a que la cultura colonizada se supere razonablemente a fin de que logre orgánicamente los beneficios de ambas.
Todo esto es de especial importancia cuando la sociedad colonizadora tiene una religión oficial y quiere que ésta se desarrolle y prevalezca sobre la religión o espiritualidad de la sociedad colonizada. Esto sucedió cuando España colonizó a los pueblos de América, que fueron obligados a hablar el idioma español, entre otras cosas. En el caso de México los conflictos no parecían tener solución, y al fin lograron solucionarse gracias a la aparición de la Virgen de Guadalupe (intimidad divina), quien se presentó de manera extraordinariamente inculturada (es notable que en la academia española no haya el verbo inculturar; por supuesto que yo lo usaré).
La mayor inculturación histórica fue la inculturación de Dios respecto a la humanidad. Dios no sólo nos habló en nuestro lenguaje, sino que se hizo hombre y nació de la Virgen María. Aun así, el Dios-hombre tuvo muchos conflictos con el pueblo judío.
Sabemos que Dios todo lo sabe, todo lo puede, es todo bondad y amor, y no pertenece al espacio ni al tiempo. Dios vive en su Presente Eterno y conoce todo lo pasado, todo lo presente y todo lo futuro (de sus creaturas). Dios es el Creador y el Conservador en el ser de todo lo que existe, excepto de Sí mismo. La conservación en el ser es una creación continua. Para expresar su Presente Eterno nosotros usamos la palabra eternidad.
Todo lo que Dios sabe lo sabe desde la eternidad. Todo lo que decide lo tiene decidido desde la eternidad. Todos sus actos están decretados desde la eternidad, aunque muchos de ellos hayan de realizarse en nuestro mundo de manera temporal y espacial.
Todo esto es muy complejo para nosotros. Por eso, en su relación y comunicación con nosotros Dios se incultura respecto a nosotros, pero nosotros no podemos inculturarnos respecto a Él (aquí ya estoy usando el verbo inculturar). Dios nos habla en nuestro lenguaje humano y se refiere a todo lo temporal y espacial de nuestro mundo, pero nosotros no podemos hacer otro tanto respecto al mundo divino.
Los ejemplos son millones de millones porque se refieren a todo nuestro universo temporal y espacial. Habida cuenta de lo cual, voy a presentar un solo ejemplo, pero típicamente didáctico:
Dios nos hace preguntas aunque Él sepa ya nuestras respuestas, y las sepa desde la eternidad.
Dios nos hace esas preguntas, aunque sepa ya nuestras respuestas, porque se está inculturando respecto a nosotros. De no ser así, no podría haber comunicación, ni las debidas relaciones entre Dios y nosotros. Esto se hace conflictivo cuando nosotros llegamos a saber y a vivir la inculturación divina respecto a nosotros, debido a que avanzamos en la intimidad de nuestra amistad.
En efecto, en un primer momento podríamos decir o pensar: ¿para qué me preguntas si ya sabes lo que te voy a responder? O peor: ¿para que te respondo si ya sabes lo que te voy a responder? Este supuesto diálogo es toda una farsa.
Este notable "peligro" puede presentarse al iniciar la intimidad con Dios. Y es necesario que nos demos cuenta de que este supuesto peligro es inevitable. Es necesario que nos adaptemos a la inculturación de Dios respecto a nosotros. De otra manera la comunicación y las debidas relaciones entre Dios y nosotros serían ... ¡imposibles!
Si Dios nos ama y nosotros empezamos a amarlo, en intimidad, la no aceptación de Su inculturación respecto a nosotros se nos convertiría en un infierno.
La única solución es que aceptemos Su inculturación respecto a nosotros como una realidad vivida. Es decir, en el ejemplo mencionado, que respondamos a sus preguntas como si en la realidad Él todavía no conociera nuestras respuestas (aunque nosotros sepamos que ya las conoce). Es la relación del sabio que ama al ignorante, y quiere hablar y tratar con él; y éste quiere corresponder al amor del sabio (¿como en Sócrates, que enseñaba con preguntas?).
Ésta es una de las posibles dificultades al comenzar a vivir la amistad íntima con Dios. Hay que aceptar gustosamente este diálogo-farsa como un maravilloso "juego" de nosotros con Dios, o mejor, de Dios con nosotros. Y para esto se requiere crecer en la virtud de la humildad. La soberbia hace de este maravilloso juego algo insoportable, aunque se tenga que perder la relación con Dios. ¿Será algo de lo que le sucede a Satán?
Cuando aceptamos este maravillo juego, es decir, cuando aceptamos gustosamente la amistad íntima con Dios, y ésta crece significativamente, sucede algo extraordinario: comenzamos a vivir y comprender la sensibilidad divina.
Pretender que toda la humanidad conozca y viva la inculturación divina respecto a nosotros, y que la acepte gustosamente, es algo que hoy es considerado como una utopía.
La sensibilidad divina tiene infinidad de finos matices. Sabemos que "la letra mata, mas el Espíritu vivifica" (2 Corintios 3, 6). La sensibilidad divina, con apoyo en la intimidad divina, nos permite saber cuál es el espíritu que vivifica respecto a una letra que pueda matar.
Es muy difícil intentar definir la sensibilidad divina porque las definiciones pueden convertirse o hay quienes pueden convertirlas en letra que mata. Por eso es mejor tratar de comprender la sensibilidad divina mediante maneras finas y diversas.
Las amenazas se dicen con lenguaje fuerte, pero los castigos se realizan de manera suave, o menos fuerte, sobre todo con quienes se ama, y Dios nos ama a todos, también a Satán (sensibilidad divina). Entendemos algunas cosas gracias a la sensibilidad divina, y la citamos; y eso tiene apoyo en la intimidad divina, que suele sobrentenderse, aunque también pueda citarse.
Los educadores pueden amenazar con castigos fuertes —para que los educandos se corrijan—, pero pueden no pretender llevarlos a cabo.
Los anteriores breves párrafos nos ayudan a ir conociendo la sensibilidad divina, al menos parcialmente, ya que nunca podremos conocerla en plenitud (requeriríamos una inteligencia divina). Hay otras formas de ir profundizando en el conocimiento de la sensibilidad divina, como el meditar los diálogos de Jesús con los seres humanos, y también con los demonios. En esto es muy importante meditar sobre cómo Jesús respeta nuestra libertad, lo mismo que la de los demonios.
Cuando los adversrios de Jesús insisten en que diga lo que hay que hacer con la mujer adúltera, su respuesta es muy amable: "El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra el primero". Y cuando ya todos se fueron sin condenarla, comenzando por los más ancianos, le dice a la mujer: "Ni yo te condeno tampoco: vete y no pques maś" (Cf. Juan 8, 1-11).
Otro diálogo didáctico es el que tiene Jesús con el endemoniado de Gerasa. "Cuando vio a Jesús, gritando se postró ante Él y en alta voz dijo: ¿Qué hay entre mí y ti, Jesús, Hijo de Dios Altísimo? Te pido que no me atormentes". Y era que Jesús le ordenaba al espíritu impuro que saliera de aquel hombre.
"Preguntóle Jesús: ¿Cuál es tu nombre? Contestó él: Legión. Porque habían entrado en él muchos demonios, y le rogaban que no les mandase volver al abismo. Había allí una piara de puercos bastante numerosa paciendo en el monte, y le rogaron que les permitiese entrar en ellos. Se lo permitió, y saliendo los demonios del hombre, entraron en los puercos, y se lanzó la piara por un precipicio abajo hasta el lago y se ahogó". Y Jesús le dijo al hombre, ya liberado: "Vuélvete a tu casa y refiere lo que te ha hecho Dios" (Cf. Lucas 8, 26-39).
Nótese que estos demonios estaban en una pausa de abismo, y no querían volver al abismo. Los demonios pueden salir del abismo y tener una pausa de abismo entrando en los hombres; y pueden ser muchos los demonios que entren en un mismo hombre. Le ruegan a Jesús que les permita entrar en los puercos, para prolongar su pausa de abismo. Jesús se lo permite: "Id", "Ite" (Mateo 8, 32). Jesús se compadeció de ellos, tuvo misericordia de ellos, para que estuvieran un poco más sin volver al abismo (sensibilidad divina). El nombre de Dios es misericordia (intimidad divina). "El nombre de Dios es misericordia" (título de un libro del Papa Francisco).
Los puercos eran unos dos mil (Cf. Marcos 5, 13), lo cual sugiere que los demonios eran los mismos dos mil en un mismo hombre; por eso éste dijo que su nombre era Legión. Nótese que esta pausa de abismo nos hace pensar mucho sobre la eternidad del Infierno. Lo mismo sucede con la oración a San Miguel: "arroja al Infierno a Satanás". Si se le pide que lo arroje al Infierno es porque está fuera, o al menos en una pausa de Infierno.
Lo notable de todo esto es que hay una semejanza entre la sensibilidad divina y la de unos padres de familia buenos y amorosos con sus hijos; ya que estos padres son sensibles a las necesidades e incluso a los gustos razonables de sus hijos, de modo que llegan a cambiar de parecer a fin de ser condescendientes con sus hijos.
De modo semejante Jesús condesciende con la Virgen María cuando Ella le dice que falta vino en la boda de Caná. Jesús le responde que todavía no ha llegado su hora, pero ante su petición convierte el agua en vino (Cf. Juan 2, 1-11). Que no hubiera llegado su hora no es letra rígida, letra muerta, sino que Jesús tuvo un espíritu de sensibilidad con lo que le pedía María.
No es que Dios sea semejante a los usos de los hombres buenos, sino que éstos tienen usos que son semejantes a los usos de Dios, a su divina sensibilidad. Dios tiene una gran sensibilidad, y el conocimiento que tengamos de ella, con apoyo en la intimidad que tengamos con Él, puede ser una gran ayuda incluso para la correcta interpretación de la Sagrada Escritura.
Sabemos que para la correcta interpretación de la Sagrada Escritura el magisterio de la Iglesia recurre a diversos procedimientos: lectura de la Vulgata y de otras versiones de la Biblia, las diversas acepciones de las palabras, las lenguas originales, las lenguas y los usos y costumbres de los tiempos y lugares propios de los hagiógrafos, los géneros literarios, la analogía de la fe, etcétera. Pues bien, el conocimiento de la sensibilidad divina es un elemento más, y muy importante, para lograr la recta interpretación de la Sagrada Escritura.
Y claro, pretender que la generalidad de los fieles tenga tal conocimiento de la sensibilidad divina es algo considerado hoy como una utopía más.
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