Zapatos de Dios.
Autor: Dr. Paulino Quevedo.
Hola, amigos:
Ante el fenómeno del sentimiento de molestia con Dios, de parte de muchos, porque piensan que no está llevando bien las cosas, imaginemos lo interesante que sería que Dios nos concediera obrar y gobernar siguiendo nuestro criterio.
Breve preartículo
Zapatos de Dios.
¿Quién no ha jugado a Dios, soñando despierto? Quizá no todos, pero ciertamente muchos, por no decir la mayoría. Tal vez lo hemos hecho de niños, o ya no tan niños. ¿Por qué no hacerlo de nuevo?, pero ahora en serio, procurando poner lo mejor de nosotros para analizar y decidir cómo deberían hacerse las cosas. No se trata de una invitación a imaginar que uno —tú, yo, cada uno— es Dios, porque probablemente nos sentiríamos desambientados, sino a imaginar que Dios nos concede hacer las cosas —crear, obrar, gobernar, etcétera— siguiendo nuestro muy personal criterio, casi como si Él fuera un genio salido de nuestra botella.
No pretendo con esta invitación incursionar en el campo de la literatura infantil, sino echar mano de un peculiar recurso literario, un ejercicio intelectual, un truco que nos ayude a comprender mejor por qué las cosas son como son, y por qué Dios obra como obra y gobierna como gobierna. En la medida en que comencemos a tomar este ejercicio en serio podrá ir pareciéndonos un tanto difícil; mis reflexiones servirán de ayuda en el camino, pero cada lector podrá aventurarse por senderos más personales.
Zapatos de Dios.
Obviamente partimos de nuestra situación de personas adultas, responsables, con derechos y obligaciones, con experiencia y conocimientos, y probablemente católicas por el solo hecho de estar leyendo mis artículos. Por tanto tenemos algo, o mucho, de formación religiosa: sabemos que Dios es Uno y Trino —Padre, Hijo y Espíritu Santo—, que es omnisciente y omnipotente, que nos ama, que se encarnó en el seno de María, que murió por nosotros, que resucitó, que fundó una Iglesia y todo lo demás. Simplemente no entendemos por qué no lleva las cosas un poco mejor.
Pues bien, aquí tenemos nuestra oportunidad, gracias a este recurso literario, de darle algunos consejos a Dios, tomando en serio este interesantísimo ejercicio intelectual. Sólo quiero hacer una advertencia: hacer en serio este ejercicio puede cambiarle a uno la vida. No es un juego; y de considerarlo un juego, puede ser un juego muy “peligroso”. Puede llegar a ser algo tan contundente como una de esas experiencias de muerte clínica, en las que al regresar a la vida las personas ven el mundo de otra manera y cambian radicalmente.
Zapatos de Dios.
Aunque los artículos de esta serie pueden leerse independientemente, hay entre ellos una relación; debido a lo cual se aprovechará mejor la lectura de cada uno si se relaciona con la de los otros, que pueden encontrarse activando el vínculo que se ofrece en seguida:
No te enojes con Dios
Cuerpo del artículo
Zapatos de Dios.
Al iniciar esta serie he preferido escribir y presentar el primer artículo —“¿Por qué Dios permite tanto mal?”— antes de hacer la invitación y el planteamiento de meterse “En la suela de los zapatos de Dios” a fin de poder abordar el básico y escabroso tema de la presencia del mal en el mundo sin involucrar todavía al lector en la tarea de procurar encontrar alguna solución; pienso que habría sido muy duro involucrarlo desde ese primer momento. En ese primer artículo salieron a la luz varias cosas, como las siguientes:
El lector podrá considerar ahora si preferiría que las cosas se hubieran hecho de manera distinta en lo que se refiere a los puntos señalados, aunque sean muy sintéticos. En caso de duda o de requerir mayor información, siempre puede recurrir a la lectura del artículo anterior.
Zapatos de Dios.
En ese primer artículo de esta serie dije lo siguiente: “Tú y yo, querido lector, somos de esos bienes con mezcla de mal. Sinceramente, no me parece que el mejor de los mundos fuera un mundo en el que yo faltara. ¿Qué te parece a ti?”. Ciertamente no me gustaría el mejor de los mundos si yo no estuviera incluido en él. El mejor de los mundos no sería tal si no me incluyera —lo diríamos todos—; y como tengo defectos o males, en el mejor de los mundos tienen que caber los males.
Zapatos de Dios.
Esto es verdad. Pero también es verdad que Dios podría quitarme mis defectos a fin de incluirme en el mejor de los mundos; y lo mismo podríamos pensar del resto de las creaturas, y entonces el mejor de los mundos no tendría que incluir males.
Un mundo de creaturas del todo perfectas
Zapatos de Dios.
Indudablemente el argumento del perdón, mencionado arriba, es decisivo; mas dejémoslo ahora de lado a fin de sacarle jugo a lo dicho en el párrafo anterior: si Dios me quitara todos mis males, mis defectos, mis deficiencias... y luego hiciera lo mismo con todas las creaturas... parece que evitaría la presencia del mal en el mejor de los mundos. Y así, el mejor de los mundos, la Creación más perfecta, sería aquella que incluyera sólo creaturas del todo perfectas.
Entonces yo, Paulino —el lector podrá usar su propio nombre—, querría tener todo el conocimiento posible; pero ese conocimiento sería mayor si yo fuera ángel, librándome así de las deficiencias y limitaciones humanas. Fácilmente comprendemos, pues, que en esta línea de pensamiento las piedras querrían ser flores, las flores querrían ser aves, las aves querrían ser humanas, los hombres querríamos ser ángeles y, finalmente, los ángeles querrían ser Dios. ¿No es esto, precisamente, lo que le sucedió a Luzbel? Quiso la perfección de un mundo donde él fuera máximamente perfecto, y ése fue su mayor mal, que lo convirtió en Diablo.
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Lo que estamos viendo es que si la perfección del mejor de los mundos consistiera en que todas las creaturas fueran máximamente perfectas, ese mundo sólo podría incluir Dioses; pero como sólo hay un Dios, la consecuencia es que la pretensión de un mundo así lleva a que no haya creación alguna. En el mejor de los mundos, así considerado, sólo podría existir Dios. Dios no tendría la libertad de crear el mejor de los mundos, sino sólo la libertad de crear mundos mediocres.
Un mundo con toda la gama de perfecciones
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Todo esto nos lleva a comprender que el mejor de los mundos no es aquel en el que todas las creaturas son perfectas al máximo, sino aquel en que existe toda la gama de perfecciones en las creaturas, desde la Humanidad de Cristo hasta la ínfima partícula subatómica, y también hasta llegar al extremo de creaturas con mezcla de mal moral, como somos los hombres y los demonios. Y en ese mundo mejor, cada creatura acepta su propia naturaleza, con todas sus limitaciones y deficiencias —pensemos en los microbios—, y con su carácter falible, que dará lugar a faltas, omisiones, tanto en lo físico como en lo moral... ¡y ahí tenemos el mal!
Quizás en este momento comencemos a entender algo del proyecto divino. Dios ha querido permitir el mal —¡ha planeado permitir el mal!— sólo con el objeto de crear el mejor de los mundos, y con el objeto de obsequiarnos con el mejor de los mundos a sus creaturas que somos personas.
Zapatos de Dios.
Indudablemente el mal nos afecta y nos hace sufrir, mas no por eso podemos culpar a Dios, ni debemos enojarnos con Él. Dios tiene derecho de crear el mejor de los mundos, aun al precio de la inclusión de males. Hoy que está tan de moda hablar de los derechos humanos es imperativo que hablemos también de los derechos divinos.
Es muy probable que el lector no supiera —que la inmensa mayoría de la gente no sepa, pues no le creyeron a Leibniz— que el mejor de los mundos incluye la presencia de males, y que Dios permite el mal sólo porque quiere obsequiarnos con el mejor de los mundos, y no porque no pueda evitar el mal en nuestras acciones libres sin coartar nuestra libertad. Yo no quisiera enmendarle la plana a Dios en nada de esto; no sé que pensará el lector.
Un Dios callado y escondido
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Pero surgen nuevos problemas. ¡Qué difícil es acallar nuestras inconformidades! ¿Por qué Dios no nos hace más fácil el camino? ¿Por qué no nos dice su plan con toda claridad? ¿Por qué hemos tenido que esperar a que ese Leibniz o a que este Quevedo, o a que otro cualquiera, venga a decirnos estas cosas? Y también todos ellos, ¿por qué tuvieron que devanarse los sesos tratando de dilucidar, como si fuera un rompecabezas, algo que Dios pudo habernos dicho desde el principio? ¿Por qué nos deja en la ignorancia de las cosas que más provocan nuestra rebeldía?
En cada momento de nuestra vida tenemos que pensar en lo que debemos hacer, y con la posibilidad de equivocarnos. ¿No sería mucho mejor que Dios nos lo fuera diciendo a cada paso? ¿No sería mejor que nos hubiera dado ciencia infusa? Aquí se presenta otra línea de pensamiento, que naturalmente termina en el deseo de que Dios nos hubiera creado ya en la Gloria. Claro, ¿no sería mucho mejor que Dios nos hubiera creado ya en la Gloria? Así no tendríamos nada qué padecer en este mundo.
Zapatos de Dios.
Ciertamente, Dios podría habernos creado ya en la Gloria. Entonces, ¿por qué no lo hizo?, ¿por qué no lo hace con los que siguen llegando? No lo hace porque así nuestra gloria sería menor, ya que no nos la habríamos ganado, no habríamos colaborado en su consecución, no tendríamos ese mérito ni esa satisfacción. Seríamos como señoritos en el Cielo. Indudablemente, nuestra gloria sería menor.
Mientras más nos ayude Dios a llegar a la Gloria, menor será nuestra participación. Si se nos mostrara a las claras y nos llevara como de la mano, o si nos hablara a las claras y nos dijera lo que debemos hacer a cada paso, nuestra colaboración sería menor. Y también al revés, mientras menos claramente nos hable y se nos manifieste, nuestra participación en la conquista de nuestra gloria será mayor, y ésta será más plena. Por eso Dios procura ocultársenos en todo lo posible, y así se explica que sea un Dios callado y escondido.
Infancia espiritual
Zapatos de Dios.
Dios obra como los padres que enseñan a andar a su hijito; uno de ellos —digamos, la madre— lo llama desde cierta distancia y el padre lo sigue por detrás rodeándolo con sus brazos, pero sin tocarlo, sino dejándolo solo en todo lo posible. Cuando se pone a caminar hacia su meta, el niño no ve al padre, que está detrás, pero sabe que está ahí.
Toda nuestra vida es un caminar hacia la meta, y Dios obra con nosotros como el padre que va detrás del niño. Todos somos como niños ante Dios, y “quien no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él” (Lucas 18, 17). Aquí tenemos el fundamento de la infancia espiritual.
Zapatos de Dios.
Nuestra relación con Dios no es como la que tenemos con nuestros padres humanos, de quienes nos independizamos a cierta edad; incluso podemos seguir viviendo, ya por nuestra cuenta, después de que ellos mueren. No es el caso de que Dios nos dé el ser y de que, un tiempo después, nosotros podamos seguir existiendo por nuestra cuenta, aunque se diera el absurdo de que Dios muriera.
Las creaturas somos absolutamente insuficientes para existir; Dios no sólo nos da todo nuestro ser en un primer momento, sino que nos lo sigue dando en todo momento, a lo que se ha llamado conservación en el ser. Si Dios se olvidara de nosotros un solo instante, si tan sólo se distrajera, si “parpadeara”, en ese instante pasaríamos a la nada. Nos cuida “como a la niña de sus ojos” (Deuteronomio 32,10).
Zapatos de Dios.
No podemos independizarnos de Dios como lo hacemos de nuestros padres, ante quienes cobramos una mayoría de edad. Ante Dios nunca pasamos a ser mayores de edad: ¡siempre seguimos siendo niños! Y en esto, quizá más que en otras cosas, tampoco quisiera yo enmendarle la plana a Dios; no sé que pensará el lector. Y por esto una vez más llego a lo mismo: no debemos enojarnos con Dios.
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