Que los males desaparezcan.
Domingo 10 de noviembre de 2002.
Autor: Paulino Quevedo.
Dr. católico, filósofo, laico y casado.
Nosotros, siendo imperfectos, sólo permitimos los males de nuestros hijos para educarlos, para su bien futuro; y con mayor razón lo hace así Dios.
Breve preartículo
Que los males desaparezcan.
Si Dios, en su magnanimidad, permite el mal para crear el mejor de los mundos, prefiriendo crear todos los bienes posibles —aunque arrastren males— a evitar todos los males —aunque se pierdan bienes—, y si obra así porque ama el bien más de lo que detesta el mal, este modo de obrar se debe a que el bien es superior al mal, ya que Dios es el Bien mismo y no contiene mal alguno.
Resulta, pues, por esos mismos motivos, que el bien debe prevalecer sobre el mal. Si Dios permite la presencia de males en el mundo, éstos deben estar presentes preferentemente al principio, y luego desvanecerse al final. De otra forma, Dios le daría al mal las mismas prerrogativas que al bien, y no estaría permitiendo el mal para que se lograra el mayor bien.
Que los males desaparezcan.
Nuestro tema de hoy es, por tanto, cómo logra Dios que el bien prevalezca, es decir, cómo logra que los males que permitió... vayan desapareciendo. Aquí es importante recordar que el mal no tiene existencia, pues sólo es la privación de un bien, o sea, la ausencia de un bien debido. Y así, es malo para un hombre no tener ojos, porque debería tenerlos; en cambio, no tener ojos no es malo para una piedra, porque no debería tenerlos.
Vayamos al caso humano. Es malo para un hombre ser ignorante, porque debería tener conocimientos. ¿Cómo eliminar ese mal? Ciertamente no podemos tomar ese mal, echarlo al suelo y aplastarlo como si fuera una cucaracha; y luego tirarlo al bote de la basura o al incinerador. No. Lo que debemos hacer es educar al ignorante, y así, al ir adquiriendo conocimientos, su ignorancia va desapareciendo. La razón de ello es que el bien debido, que estaba ausente —los conocimientos—, se va haciendo presente.
Que los males desaparezcan.
De la misma manera, la oscuridad desaparece cuando se enciende la luz. O, como les gusta decir a los niños, bromeando: No sé qué me pasa, que a medida que voy comiendo... se me va quitando el hambre. Así, precisamente, es la realidad: el mal desaparece al hacerse presente el correspondiente bien. Por eso se dice que hay que ahogar el mal en abundancia de bien.
La criminalidad no se resuelve con la pena de muerte, matando a los asesinos; esas muertes no se eliminan con más muertes. La pena de muerte es tan irracional como pretender eliminar el robo robando a los ladrones; o como pretender eliminar la mentira engañando a los mentirosos. Basta por ahora con reconocer estas realidades, pues no trataremos aquí el tema del modo adecuado de castigar a los delincuentes.
Que los males desaparezcan.
Llegamos así a la siguiente conclusión. Una cosa es permitir el mal para crear el mejor de los mundos, con criterio magnánimo, como lo hace Dios; y otra cosa es pretender servirse del mal para contrarrestar el mal, usándolo como castigo, con criterio pusilánime, como frecuentemente lo hacemos los hombres. Esto último más bien es venganza, otro terrible mal. Lo interesante es tratar de observar, escuchar y entender cómo Dios logra que el bien prevalezca sobre el mal, y que, a la larga, el mal vaya desapareciendo.
Que los males desaparezcan.
Aunque los artículos de esta serie pueden leerse independientemente, hay entre ellos una relación; debido a lo cual se aprovechará mejor la lectura de cada uno si se relaciona con la de los otros, que pueden encontrarse activando el vínculo que se ofrece en seguida:
No te enojes con Dios
Cuerpo del artículo
Que los males desaparezcan.
En artículos anteriores de esta serie, concretamente el cuarto y el quinto, y como consecuencia de los anteriores, logramos llegar a conocer por nuestra cuenta el plan básico y general de Dios, y logramos también sintetizarlo y desglosarlo en los siguientes puntos o cometidos:
En los dos artículos anteriores hablamos de los primeros dos puntos; ahora corresponde que hablemos del tercero. En el preartículo hicimos algunos razonamientos generales referentes a esta temática, pero, como vimos en el artículo cuarto, lo difícil está en el detalle. Y como esta detallada realidad rebasa con mucho nuestra capacidad de comprensión, lo interesante es observar cómo maneja Dios el problema del mal.
No lo hace sólo en el orden natural
Que los males desaparezcan.
Dios no maneja el problema del mal sólo en el orden natural, ni partiendo del orden natural, ni yendo de lo inferior a lo superior. Dios lo hace partiendo de lo superior y del orden sobrenatural. Todo lo que Dios hace en el mundo —en la Creación— lo hace en atención a sus creaturas que somos personas, ángeles y hombres. Por eso no permitió que a las personas el mal nos llegara como de sorpresa, sino que, de llegarnos, nosotros hubiéramos intervenido en ese proceso.
No sucedió que el mal surgiera allá en el ámbito de las partículas subatómicas, y luego se extendiera a los átomos, y a las moléculas, y a las células, y a los vegetales y animales inferiores, y luego a los superiores, y finalmente al pobre hombre, por sorpresa, sin que hubiera tenido nada qué ver en ello. Y luego, para colmo, que el mal se hubiera extendido de los hombres a los pobres e inocentes ángeles. No, éste habría sido un proceso en el que las personas fueran maltratadas sin necesidad.
Que los males desaparezcan.
Dios no obra así; fue precisamente al revés. Dios obra siempre en atención a las personas y todo lo ordena en atención y beneficio de las personas. Si el mal habría de surgir, no sería en sorpresivo detrimento de las personas, sino como consecuencia de la libre decisión de ellas. Y después, sólo después, podría extenderse hacia los estratos inferiores de todo lo creado, cuyo detrimento no es tan conflictivo, sino la natural consecuencia de su ordenamiento ontológico al hombre.
Si yo me emborracho, es natural que mi departamento —que está a mi servicio— quede hecho un desastre; y no al revés, que si mi departamento se emborracha, yo —que vivo en él— quede hecho un desastre. Los hombres somos responsables del mundo, no sus víctimas. No es verdad que debamos cuidar la ecología porque no somos dueños del mundo, sino sólo parte de él; como si el ser sus dueños nos permitiera descuidarlo. Ciertamente somos dueños del mundo —dueños administradores, no dueños absolutos—, y precisamente por eso debemos cuidarlo, porque somos responsables de él.
Que los males desaparezcan.
Además de todo lo dicho, el mal surgió inicialmente en el orden sobrenatural, el de la vida de la gracia, primero en los ángeles y luego en los hombres. Dios creó a las personas elevadas gratuitamente a la vida de la gracia, tanto a los ángeles como a los hombres; pero no los creó ya en la Gloria, para que así pudieran ganársela; y a estas circunstancias nosotros las hemos visto como una prueba. En ángeles y hombres la inicial vida de la gracia fue una vida sobrenatural incoada, no plena.
Después algunos ángeles alcanzaron la Gloria y otros pecaron y cayeron, convirtiéndose en demonios. Y los primeros hombres, Adán y Eva, también pecaron y cayeron. Así comenzó lo que conocemos como historia de la salvación. Pero ahora no entraremos en sus detalles, pues los dejaremos para otro artículo. Por ahora veremos algo más de cómo Dios va procurando la desaparición del mal.
No lo hace con todos al parejo
Que los males desaparezcan.
Dios no va llevando a todas las personas al parejo, ni a un mismo ritmo, como lo hace con su grupo de alumnos un maestro de educación elemental. Dios trata a cada persona de una manera totalmente personalizada; y ahora sí, que valga la redundancia. De hecho algunas personas humanas ya están en la Gloria, otras apenas van caminando en esta vida, y otras ni siquiera han sido creadas todavía.
La cuestión es si los males van desapareciendo conjuntamente, todos a la vez, en todas las creaturas a la vez; o si, por el contrario, cada persona, e incluso cada creatura, tiene su propio proceso de desaparición de sus males en sus propios tiempos. Este último caso es el verdadero, como bien podemos observarlo en la realidad. Y aun así, la pluralidad de creaturas, personas o no, se relacionan entre sí, actuando unas en otras. ¿Por qué esta disparidad temporal? ¿Por qué no, mejor, todos al parejo?
Que los males desaparezcan.
La explicación está en que todo nos indica que Dios no deja de crear a lo largo del tiempo. Así lo vemos con la multitud de almas humanas que son creadas cada segundo. Cuando un ser humano apenas es concebido, otro ya nació, otro ya es adulto, otro ya es anciano, y otro ya está en la Gloria. Tal vez Dios sigue creando ángeles, seres materiales y muchas otras posibles realidades, de las que no tenemos noticia.
Aquí surgen las preguntas respecto a cuándo haya Dios empezado a crear y cuándo habría de terminar de crear. Si hubo alguna vez en que todavía no creara, en ese entonces no había tiempo, ni tenía sentido hablar de un antes y un después. Por eso la primera pregunta es tan escurridiza y parece no tener mucho sentido. Lo más que sabemos es que empezó a crear “al principio”, tal como lo dice la Sagrada Escritura (Génesis 1, 1).
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La segunda pregunta tiene mucho más sentido, es más clara, porque cuando Dios empezó a crear empezó también a haber tiempo, y ya tuvo sentido hablar de un antes y un después. Si Dios dejara de crear, ¿cuándo sucedería eso? Más interesante es la pregunta de si llegará a suceder eso. ¿Por qué habría Dios de dejar de crear? Dejaría de crear... pues... por haber ya terminado su proyecto.
Supongamos justamente eso, que Dios ya terminó su proyecto, y que por eso deja de crear. Y luego... ¿qué? Ciertamente Dios fue libre de no crear, pero una vez que creó... nos resulta muy violento pensar que no hubiera creado; e igualmente nos resulta violento pensar que llegue un momento en que deje de crear. Después de eso, al continuar y continuar el tiempo, el completo y ya terminado proyecto divino, por grandioso que fuera, pasaría a verse como un punto insignificante en ese tiempo interminable, o como un punto que se prolonga como una línea insignificante en ese tiempo interminable.
Que los males desaparezcan.
A menos que dijéramos que al dejar Dios de crear... el tiempo habría de cesar. En tal caso, los santos humanos que estemos en la Gloria, con nuestros cuerpos ya resucitados, ¿podríamos movernos, razonar, hablar, caminar, cantar, bailar... sin tiempo? Y entonces, ¿para qué querríamos nuestros cuerpos resucitados? ¿Podría haber música sin tiempo? ¿Sería posible un Cielo sin música? Parece que no. Todo indica que Dios nunca dejará de crear. Por tanto, lo habitual será que mientras unos ya hayan llegado a término, otros apenas inicien el camino.
Veamos las cosas de otra manera. ¿Cómo sería nuestro mundo si Adán no hubiera pecado? Sin duda Dios tenía previsto un proyecto original, para tal caso. Entonces, si Dios prefirió permitir que Adán pecara, ¿para qué fue?, ¿para que ese proyecto original resultara empobrecido o enriquecido? Ciertamente para que resultara enriquecido, porque Dios permite el mal para lograr el mejor de todos los mundos. Todo indica, por tanto, que Dios sacará adelante el proyecto humano original, pero enriquecido con Cristo, María, José y la Iglesia.
Que los males desaparezcan.
Los males no van desapareciendo conjuntamente, sino creatura por creatura, persona por persona. Dios va logrando que los males desaparezcan de las personas una por una, a su debido tiempo y como si cada persona fuera todo un mundo. ¿Qué más podemos saber de cómo logra Dios todo esto?
No lo hace Él solo
Que los males desaparezcan.
Dios no sólo es causa de sus creaturas, sino que ha querido que ellas a su vez sean causas, que tengan su propia actividad, que causen sus propios efectos. Por eso decimos que las creaturas son causas segundas, y que Dios es la Causa Primera. Dios no sólo quiso permitir que los males surgieran de las imperfecciones de las creaturas —empezando por las personas—, sino también que las creaturas, como causas segundas —principalmente las personas—, ayudaran a ir haciendo desaparecer esos males, ahogándolos en abundancia de bienes.
Los hijos son alimentados, vestidos, protegidos y educados por sus padres; los enfermos son curados por los médicos; las casas y edificios son construidos por los arquitectos e ingenieros, y así en todo lo demás. De tal forma, al ir buscando directamente el bien, indirectamente vamos ahogando el mal y logrando que desaparezca; con lo cual vamos gradualmente logrando nuestra dicha y, sobre todo, vamos conquistando nuestra gloria futura.
Que los males desaparezcan.
Quedan, sin embargo, dos interesantes problemas. Uno consiste en cómo podamos lograr una dicha que sea la conquista de nuestra gloria, es decir, algo sobrenatural, que rebasa por completo nuestras capacidades. Las soluciones que se han dado a este problema forman una de las barreras que dividen a católicos y protestantes. Los protestantes dicen que no podemos ganarnos nuestra gloria; los católicos decimos que sí. La verdadera solución depende de que lleguemos a comprender que la eliminación de los males es, en el proyecto divino, toda una obra de justificación y salvación.
El otro problema consiste en cómo puedan los santos, que ya están en la Gloria, ser plenamente dichosos si ven a sus seres queridos padecer males y sufrir todavía en este mundo. No hablaremos ahora de estos dos problemas; los dejaremos para otros artículos. No obstante, ya va quedando claro, poco a poco y cada vez más, que el proyecto divino es razonable, bueno, amoroso y magnánimo; y que, en consecuencia, no hay verdadero fundamento para que nos enojemos con Dios.
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