Por amor.
Domingo 3 de noviembre de 2002.
Autor: Paulino Quevedo.
Dr. católico, filósofo, laico y casado.
Por ser magnánimo y haber creado por amor, y por ser a la vez responsable y coherente, Dios planeó permitir el surgimiento de males en el mundo.
Breve preartículo
Al continuar conservando en la existencia todo lo que ha creado, Dios obra como lo hacen los padres de familia, quienes permiten que sus hijos se quemen ligeramente a fin de que aprendan a no jugar con fuego; o, mejor, como permiten que sus hijos pequeños lleguen a tener conflictos entre sí en el proceso del trato mutuo por el que llegan a conocerse, respetarse, aceptarse, valorarse, amarse y perdonarse.
Tal vez algunos de sus hermanos mayores no entiendan por qué sus padres permiten esos conflictos, en vez de obligar a sus hermanitos a hacer las paces inmediatamente. La realidad es que los padres tienen un arco de visión más amplio, tanto en el espacio como en el tiempo, y quieren que sus hijos tengan la oportunidad de conocerse, respetarse, aceptarse, valorarse, amarse y perdonarse tal como son, con todas sus cualidades y todos sus defectos.
Por amor.
De no hacerlo así, los padres no lograrían que sus hijos tuvieran la oportunidad de experimentar la vivencia del perdón, en cuyo caso no lograrían amarse en plenitud. Esta manera de proceder, que para nosotros es conocida y bien entendida en el caso de los hermanos pequeños, es susceptible de generalizarse a muchos otros campos de la realidad, que pueden sernos del todo desconocidos; pero no lo son para Dios, quien permite todo eso aun ante nuestra incomprensión, como si nosotros fuéramos esos hermanos mayores.
Y así como los padres humanos no provocan los conflictos entre sus hijos menores, sino que permiten que surjan espontáneamente y luego los aprovechan para educarlos mejor, tampoco Dios distribuye males en el mundo, sino que permite que surjan de la imperfección de las creaturas y luego los aprovecha para lograr que éste sea el mejor de todos los mundos posibles.
Por amor.
Y al igual que los padres respecto a sus hijos pequeños, pero en máxima medida, Dios tiene un mayor y completo arco de visión, tanto en lo espacial como en lo temporal, y también en todo otro posible aspecto. Dios sabe cómo y cuándo surgirá cada mal, cuánto durará, qué consecuencias tendrá, cómo se resolverá y cuál será su final.
Los males surgen de las imperfecciones de las creaturas, en conjunto y una por una, con todo detalle; y por lo mismo, como veíamos en los dos artículos anteriores, a nosotros nos es imposible conocer tanto detalle. Por eso no acabamos de comprender la presencia de tantos males en nuestro mundo; más bien tenemos que confiar en el buen juicio y gobierno de Dios.
Por amor.
Aunque los artículos de esta serie pueden leerse independientemente, hay entre ellos una relación; debido a lo cual se aprovechará mejor la lectura de cada uno si se relaciona con la de los otros, que pueden encontrarse activando el vínculo que se ofrece en seguida:
No te enojes con Dios
Cuerpo del artículo
Por amor.
En artículos anteriores de esta serie, concretamente el cuarto y el quinto, y como consecuencia de los anteriores, logramos llegar a conocer por nuestra cuenta el plan básico y general de Dios, y logramos también sintetizarlo y desglosarlo en los siguientes puntos o cometidos:
El mal se refiere principalmente a la vida
Por amor.
En el artículo anterior hablamos del primero de los puntos anteriores; ahora corresponde que hablemos del segundo. En el preartículo vimos que Dios no distribuye los males en el mundo, sino que permite que surjan espontáneamente como consecuencia de las imperfecciones de las creaturas, tanto tomadas una por una, como en sus interacciones e incluso en su global conjunto. Y como esta detallada realidad rebasa con mucho nuestra capacidad de comprensión, lo interesante es observar cómo Dios planea, permite y gobierna ese detalle.
La gama de perfecciones de las creaturas abarca al menos tres grandes ámbitos: el de lo material, con los reinos mineral, vegetal y animal; el de lo inmaterial, al que pertenece el alma de las plantas y los animales; y el de lo espiritual, que abarca al menos a las almas humanas y a los ángeles. De todas estas creaturas, sólo los ángeles y los seres humanos somos personas, al menos hasta donde tenemos noticia, pues no sabemos con certeza si existen seres inteligentes extraterrestres.
Por amor.
Si observamos el mundo material e inerte, digamos, lo perteneciente al reino mineral, difícilmente reconoceremos ahí el surgimiento o la presencia de males. Por ejemplo, si una roca se desprende de un acantilado y se hace añicos al golpear el suelo, no veremos en eso mal alguno, como tampoco lo veremos en la erupción de un volcán, en las explosiones solares o en el choque de dos estrellas. En todo eso veremos tan sólo el maravilloso cumplimiento de las leyes físicas. Ciertamente, el choque de dos estrellas no es un mal que Dios permita para que las estrellas aprendan a no chocar.
El mal se nos presenta siempre en relación con la vida y como una disminución de la vida, como cuando un árbol es carbonizado por un rayo, o cuando un conejo es devorado por una serpiente, o cuando un ser vivo cualquiera padece algún accidente traumático o alguna enfermedad. Ser devorado por la serpiente es un mal para el conejo.
Objetividad o subjetividad del bien
Por amor.
Sin duda, ser devorado por la serpiente es un mal para el conejo; pero, curiosamente, eso mismo parece ser un bien para la serpiente, que de esa forma se alimenta. Lo mismo que desfavorece a la vida del conejo, favorece a la vida de la serpiente. Aquí aparece un gran problema, pues parece que el bien no es algo objetivo. En efecto, parece que un mismo hecho no es bueno ni malo en sí, objetivamente, sino sólo subjetivamente: para éste o para aquél: bueno para la serpiente, pero malo para el conejo.
Con la verdad no sucede así. Por ejemplo, no es el caso de que María sea virgen para los católicos, mas no para los protestantes. María es virgen —o no lo es— para todos, objetivamente. Toda verdad es objetiva. María es virgen en sí misma, objetivamente, realmente, y por tanto lo es para todos. Si toda verdad es objetiva, ¿por qué no lo es también todo bien?
Por amor.
Nos encontramos ante una seria disyuntiva. Si decimos que un mismo hecho alimenticio —que la serpiente devore al conejo— es bueno para la serpiente y malo para el conejo, tendremos que reconocer la subjetividad del bien. De otra parte el bien es un valor y, como todo valor, debe ser objetivo.
¿Cómo salvar aquí la objetividad del bien? Pues, sólo sosteniendo que ese mismo hecho alimenticio es bueno o malo —o indiferente— en sí mismo, de manera objetiva, y por tanto para todos, tanto para la serpiente como para el conejo, y también para el conjunto global, es decir, para el mundo.
Por amor.
Ahora bien, es obvio que ser devorado por la serpiente no es algo bueno ni indiferente para el conejo. Parece, pues, que la única solución está en decir que ese mismo hecho alimenticio es malo objetivamente, y por tanto para todos, para el conejo, para la serpiente y para el mundo; y que, en consecuencia, es malo para la serpiente alimentarse devorando conejos. Hay que decir, entonces, que la práctica alimentaria de las serpientes es mala, que es un desorden presente en el mundo.
Los espartanos tenían la costumbre de arrojar desde la cumbre del Taigeto a los niños enclenques, enfermizos o defectuosos (terriblemente, hoy estamos creando un “Taigeto” fetal y otro genético). Pues bien, supongamos que en vez de arrojar a los niños desde esa cumbre, los espartanos tuvieran la costumbre de comérselos, como la cosa más normal del mundo. Sin duda, ese “platillo” alimentaría a quien lo comiera. Y así, volvemos al tema: un mismo hecho alimenticio es bueno para el adulto espartano y malo para el niño espartano.
Por amor.
Podemos decir que, efectivamente, es algo bueno para el adulto y malo para el niño, y que el bien es subjetivo; o podemos decir que es malo objetivamente, y por tanto para todos, el niño, el adulto y el mundo. ¿Qué diremos? Obviamente, reconocemos que es algo malo objetivamente, y por tanto para todos. Y lo reconocemos así porque la víctima es un ser humano, y también por la inmoralidad implicada en la conducta del espartano adulto.
En el caso anterior, ni el conejo es un ser humano ni hay inmoralidad en la serpiente; y por eso no vemos las cosas con la misma claridad. Sin embargo, aunque no haya inmoralidad ni víctima humana, fácilmente podemos reconocer un desorden en el hecho de que la serpiente se alimente de conejos y de otros animales; y podemos reconocerlo debido a que el no hacerlo implica aceptar la subjetividad del bien; lo cual es inaceptable.
Por amor.
Dicho en síntesis: la agresividad del reino animal es un desorden, lo mismo que todo tipo de agresividad. Algunos proféticos textos mesiánicos de la Sagrada Escritura nos ayudan a comprender esta gran verdad, como el que se ofrece a continuación:
"Habitará el lobo con el cordero,
y el leopardo se acostará con el cabrito,
y comerán juntos el becerro y el león,
y un niño pequeño los pastoreará.
La vaca pacerá con la osa,
y las crías de ambas se echarán juntas,
y el león, como el buey, comerá paja.
El niño de teta jugará junto a la hura del áspid,
y el recién destetado meterá la mano
en la caverna del basilisco.
No habrá ya más daño ni destrucción
en todo mi monte santo,
porque estará llena la tierra
del conocimiento de Yavé,
como llenan las aguas el mar".
(Isaías 11, 6-9).
Es muy notable cómo este texto arroja luz sobre lo que llevamos dicho, pues habla de la agresividad como de daño y destrucción; y, de otra parte, es igualmente notable cómo lo que llevamos dicho arroja luz, también, sobre el texto anterior. La agresividad es un desorden, un mal, de nuestro mundo actual; y en cuanto tal es consecuencia del pecado, como en seguida veremos.
En su magnanimidad Dios creó por amor
Por amor.
Nos resulta muy difícil comprender que toda agresividad, incluso la del reino animal, sea consecuencia de que Dios haya creado por amor, debido a su magnanimidad. Pero así es. Por ser magnánimo, Dios creó toda la gama de perfecciones, y su amor lo llevó a comunicar su dicha a creaturas que pudieran gozar de ella, es decir, a creaturas que fueran personas. Debido a su amor, el objetivo principal de la creación de Dios somos las personas; y debido a su magnanimidad ordenó todas las otras creaturas al beneficio de las que somos personas.
No sabemos bien si el universo material beneficia a los ángeles, ni cómo. Pero ciertamente sabemos que nos beneficia a los seres humanos, quienes somos las únicas personas que encarnan su espíritu en la materia, al menos hasta donde tenemos noticia. Todo el mundo material —el universo mundo— se ordena a Dios a través de nosotros los hombres; y por eso también da gloria a Dios a través de nosotros.
Por amor.
Dios creó el mejor de los mundos con criterio magnánimo, amando el bien más de lo que detesta el mal; es decir, creando toda la gama de los bienes, no sólo bienes puros, sino también bienes con mezcla de mal. Creó todos los bienes posibles, aunque arrastraran males, en vez de evitar todos los males, aunque se perdieran bienes. Pero Dios no quiere los males, ni los crea ni los distribuye en el mundo, sino que ha planeado permitirlos de modo que surjan espontáneamente de las imperfecciones de las creaturas.
Y en esto Dios ha ido de lo superior a lo inferior: de los ángeles, pasando por los hombres, hasta llegar al mundo material. Somos las personas, debido a nuestra libertad, quienes hemos dado origen a la aparición del mal. Aunque fuera con su gracia, Dios quiso que nos ganáramos nuestra dicha, nuestra gloria, a fin de que tuviéramos esa satisfacción, y así nuestra gloria fuera plena. Y por eso nos dejó en libertad de obrar el bien o el mal, escondiéndosenos y callándose. Nosotros solemos decir que nos puso una prueba, pero la realidad es que tan sólo nos colocó en las circunstancias que nos permitieran ganarnos nuestra gloria.
Por amor.
Los ángeles fueron los primeros en pecar, en rebelarse contra Dios y caer, principalmente Luzbel o Lucifer, luego llamado Diablo. Y luego él sedujo a Eva, y ella indujo a pecar también a Adán, y así tuvo lugar lo que se ha llamado pecado original, por ser un pecado que se transmite naturalmente por generación, por herencia, a todos los descendientes de Adán, que somos todos los hombres. Por tal motivo, después del pecado de Adán la naturaleza humana está caída, desordenada, con la consecuencia de que tenemos que morir y padecer muchos otros males, como la fatiga, la enfermedad, la agresividad, etcétera.
Y todo el mundo material, inferior a nosotros, por estar ontológicamente ordenado a nosotros, también quedó afectado por nuestro pecado y radicalmente desordenado, hasta el grado de sernos hostil. Los animales nos atacan y se atacan agresivamente entre sí; las plantas nos envenenan; la materia inerte nos agrede con terremotos e inundaciones; incluso el Espacio y el Tiempo nos son hostiles, pues tenemos que despedirnos y separarnos, y finalmente morir.
Por amor.
Aquí tenemos el panorama de cómo y por qué aparece y se difunde el mal en el mundo; y de cómo todo ello es consecuencia de la libre respuesta de ángeles y hombres a la magnanimidad y el amor divinos. Dios quiere obsequiarnos con el mejor de los mundos, y quiere que alcancemos la dicha. Dios no quiere el mal, sólo lo permite.
El mal no proviene de Dios, sino de nosotros. Y aun así, Dios se aprovecha del mal para alcanzar sus objetivos, el principal de los cuales es nuestro bien final y nuestra dicha plena. En los siguientes artículos será interesante analizar cómo ha planeado Dios librarnos del mal. No nos enojemos, pues, con Dios.
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