La vida se nos ha hecho difícil (7)
Perdiendo familia.
Domingo 18 de marzo de 2001.
Autor: Paulino Quevedo.
Dr. católico, filósofo, laico y casado.
Hola, amigos:
Muchas parejas piensan que el matrimonio es hoy una mala opción.
Breve preartículo:
Perdiendo familia.
En la actualidad cada vez comprobamos más que muchas parejas juzgan que la familia es de menor importancia que el trabajo, pues tanto él como ella empiezan a considerar que el trabajo los autorrealiza más. También piensan que la educación de niños no es una actividad propia de ellos, sino de personas que consideran de menor nivel, como profesoras y normalistas. Y así el hogar se va convirtiendo en un hotel cualificado, y los hijos van creciendo sin suficiente amor y unidad familiar.
Perdiendo familia.
Las pérdidas mencionadas en los artículos anteriores de esta serie, La vida se nos ha hecho difícil, sobre todo las de amor y moral, nos están llevando a un continuo deterioro de la familia. El porcentaje de niños que nacen fuera de una familia es cada vez más alto. Incluso estamos llamando “matrimonios” y “familias” a uniones que en realidad no responden a esos nombres. La falta de un compromiso estable indica pobreza de amor en la relación de tales parejas. Sus hijos crecen sin respirar el debido amor conyugal de sus padres, ni el auténtico amor familiar; se desarrollan con un vacío de amor en sus corazones y suelen convertirse en futuros inadaptados o malhechores, porque ese vacío se les convierte en resentimiento.
Perdiendo familia.
Mucho se ha repetido que la familia es la célula de la sociedad. Tomando un giro anglicista diríamos que las familias son los ladrillos de construcción de la fábrica social. Y es verdad, por mucho que la repetición haya desgastado tales frases. Además, el núcleo de la familia es la unidad conyugal, y el combustible cohesivo de la unión conyugal es el amor conyugal. Por tanto, del amor conyugal depende la unión y la estabilidad familiar, la higiene mental y emocional de los hijos y, finalmente, la salud de la sociedad, hoy en proceso de globalización. En síntesis, la salud mundial depende finalmente del amor conyugal.
Perdiendo familia.
Por eso es tan importante conocer la naturaleza del amor conyugal. ¿Podemos diseñarlo o está diseñado ya? ¿Se fundamenta en el matrimonio o podemos lograrlo en otro tipo de uniones? ¿Cómo inicia, cómo termina, cuál es su duración? ¿Cómo funciona o cómo se ejerce? ¿Es un medio para lograr algún fin o es un fin en sí mismo? Se trata de preguntas a las que debemos buscar respuesta de una manera personal a fin de lograr convicciones, pues el pretender seguir tradiciones familiares, sociales o religiosas, sin convicción, es algo que está dejando de funcionar.
Perdiendo familia.
Aunque los artículos de esta serie pueden leerse independientemente, hay entre ellos una relación; debido a lo cual se aprovechará mejor la lectura de cada uno si se relaciona con la de los otros, que pueden encontrarse activando el vínculo que se ofrece en seguida:
La vida se nos ha hecho difícil
Cuerpo del artículo:
Perdiendo familia.
El amor conyugal es tan importante que estar perdiendo familia equivale prácticamente a estar perdiendo amor conyugal. Sin el amor conyugal la familia difícilmente surge, ya surgida funciona pobremente, y ya en funciones su estabilidad peligra. Aun así, tendemos a rebelarnos contra lo que implique obligación en el amor conyugal, que, como todo amor, es libre. Tendemos a rebelarnos contra lo que pretenda normar nuestros actos libres; y por eso tendemos a rebelarnos contra la moral.
Perdiendo familia.
No sucede lo mismo respecto a lo que no depende de nuestra libertad, como las leyes fisicoquímicas o nuestra realidad de seres humanos. Sin embargo, a medida que nuestra libertad se expande, gracias a la tecnología, nuestra rebelión también va en aumento. Por ejemplo, muchos no aceptan ya su propio sexo, y los avances de la genética pronto permitirán que se experimenten alteraciones en la naturaleza humana misma.
Perdiendo familia.
Sea de ello lo que fuere, lo seguro es que el amor conyugal es libre, y que es factible y atractivo rebelarse contra él y contra las obligaciones que implica, tanto más si son de tipo conyugal y familiar. Además, anda por ahí la idea de que tener libertad es poder hacer lo que se quiera, sin obligaciones; y también de que, puesto que el amor es libre, no implica obligaciones.
Hay obligaciones en la libertad
La realidad es justamente al revés: podemos tener obligaciones precisamente por ser libres. Hay semáforos porque somos libres de detenernos ante ellos; nadie le pone semáforos a un río, porque el río no es libre de detenerse ante ellos. Ponerles semáforos a los ríos sería mucho más fácil y económico que construir presas. Las obligaciones no son la libertad, pero ciertamente son signos de libertad, porque la implican. Por tanto, puede haber y de hecho hay obligaciones que norman nuestra libertad, también en lo referente al amor, y en concreto al amor conyugal; pero como somos libres, podemos violar esas obligaciones.
Perdiendo familia.
Dichas obligaciones son razonables, buenas, y su existencia nos hace la vida más llevadera y agradable, sobre todo en un mundo acelerado, como el de hoy. Todos sabemos que en una ciudad con un tráfico intenso, como la de México, es más difícil conducir cuando los semáforos están apagados, pues inmediatamente se producen embotellamientos. Y lo mismo sucede con las obligaciones de la vida; por eso hoy, al ir apagando libremente nuestros “semáforos vitales”, estamos quedando “vitalmente embotellados”.
Una persona me decía lo siguiente: Si yo hubiera sido consejero de Dios a la hora de la creación, las cosas habrían sido... ¡muy diferentes! Quizá sea bueno intentar ese experimento. Respetando lo que ya está dado, como la naturaleza humana, la fuerza de gravedad y tantas otras cosas, procuremos al menos diseñar y proyectar ―a nuestro propio criterio― el modo de ser de los actos libres conyugales y familiares.
¿Deberán ser los padres los educadores de sus hijos? ¿Deberán los hijos obedecer a sus padres? ¿Será conveniente la monogamia, o quizá sea preferible la poligamia, la poliandria o la total promiscuidad? ¿Será conveniente que la familia viva bajo un mismo techo, duerma junta, coma junta y tenga un horario, aunque sea mínimo y flexible? ¿Será bueno para los hijos que sus padres permanezcan unidos toda la vida, o será preferible que se separen y formen nuevas uniones, con o sin nuevos hijos? ¿Será mejor que la naturaleza del amor sea perpetuarse, o quizá sea mejor que tenga un fin previsto? Y así en todo lo demás... ¡diseñémoslo a nuestro criterio!
Si tomamos en serio hacer el experimento de tal proyecto, quizá descubramos que es muy conveniente ―o incluso necesaria― la existencia de algunas normas, y que muchas de esas normas son las que ya existen. Y quizás eso nos ayude a controlar nuestras rebeldías y nos sea más fácil tratar de vivir y convivir con nuestra familia. Observemos que los padres quieren que sus hijos los obedezcan, y que de ninguna manera piensan que tal obediencia atente contra su libertad ni que viole su dignidad y derechos.
Y lo mismo piensan los hijos, respecto a sus padres, cuando quieren que sigan casados. Y lo mismo piensan todos cuando quieren que los demás cumplan sus obligaciones. El problema se presenta únicamente con el cumplimiento de las obligaciones propias: ¡ésas sí que atentan contra nuestra libertad y violan nuestra dignidad y derechos! En verdad... en plata... ¿no es ésta una actitud pueril?
El proceso histórico de la desunión familiar
Desde otro punto de vista, hay circunstancias históricas que han favorecido la desunión familiar y, consecuentemente, las formas de pensar adversas a la unión familiar. Una de las principales fue la invención de la máquina de vapor, que dio lugar a la aparición de las fábricas; y otra fue la idea napoleónica de una escuela obligatoria, gratuita y laica. Antes de todo eso, hace apenas un par de siglos, la humanidad era analfabeta en su mayoría, pues las escuelas eran de elites, como sacerdotes, militares y nobles.
Perdiendo familia.
Los padres de familia solían trabajar en su casa o tener un tallercito junto a ella; y allí marido y mujer se ayudaban mutuamente, ya fuera que ella le llevara a él un jarro de agua fresca o que él le ayudara a ella a mover algo pesado; y los hijos eran aprendices del oficio del papá, mientras que las hijas ayudaban a la mamá en las labores de la casa.
Perdiendo familia.
Pues resultó que fábrica y escuela se fueron desarrollando de forma paralela, y que la fábrica sacó del hogar al padre, mientras que la escuela hacía lo propio con los hijos. Y la madre se fue quedando sola en el hogar, o por lo menos sin compañía adulta, sola con los hijos pequeñitos; mas pronto aparecieron los jardines de niños, y con el tiempo la madre acabó por irse al salón de belleza, al club deportivo o a trabajar en alguna empresa.
Así fue como las paredes y techos de la casa, el hogar, se fue quedando solo, o en manos de la servidumbre, durante la mayor parte del día. Poco a poco los horarios se fueron relajando y el hogar se fue convirtiendo en una especie de hotel cualificado, donde cada quien desayuna, come, cena y duerme a la hora que quiere, si es que lo hace en su casa.
Las labores de padres e hijos favorecen hoy la desunión familiar
El trabajo del padre consiste en ganar el sustento familiar; el de los hijos consiste en estudiar en la escuela, y el de la madre en atender la casa, si no tiene servidumbre. Y si la tiene, su trabajo hogareño suele hacerse más y más indefinido. El hecho es que la familia ha dejado de convivir, y de conocerse y valorarse, mientras trabaja. La mujer no valora al marido mientras trabaja; quien lo valora es la secretaria o a la asistente ejecutiva, y él a ella, y por eso suelen enredarse. La mujer no es valorada mientras trabaja domésticamente, y por eso quiere dejar ese trabajo y salir a trabajar fuera del hogar.
Perdiendo familia.
Los hijos suelen ser unos vagos, en el sentido de pasársela en grupos de amigos hasta salir del bachillerato, sin saber casi nada de lo que se supone debieron aprender en 15 años de escuela ―incluido el kinder―: ni hablar correctamente, ni escuchar, ni leer, ni escribir, ni Geografía, ni Historia, ni Matemáticas, ni Física, ni Química, ni civismo, ni moral, ni religión, ni ayudar en su casa... y mucho menos trabajar. Y esto no habla mal tanto de los hijos, sino principalmente de la escuela, de nuestro sistema educativo en general.
Perdiendo familia.
Fuera de quienes han tenido que trabajar desde chicos por necesidad, lo dicho en el párrafo anterior es lo que suele suceder. Yo quisiera enfatizar que no es un párrafo que pretenda lograr efectos de expresión; ni siquiera es un párrafo que exagere, sino que quiere tan sólo expresar la verdad con claridad, aunque se trate de una verdad cuya claridad sea cruda.
Lo que importa es destacar el hecho de que la familia se está desuniendo, está dejando de convivir, está dejando de conocerse y valorarse mientras trabaja; todo lo cual redunda en falta de comprensión mutua, en carencia de amor y en soledad. Un vacío socava el interior de cada miembro de la familia; vacío que buscará llenarse con lo que sea ―dinero fácil, alcohol, infidelidades, amantes, drogas, agresividades, depresiones― y que tenderá a separar definitivamente a los padres y a hacer de los hijos unos conflictivos o unos malhechores.
No deja de ser aleccionador el hecho de que el terrorismo se desarrollara entre árabes, que han tenido harenes en vez de familias bien constituidas. Estar perdiendo familia es indudablemente un foco rojo. Menos mal que la invención de la computadora ha hecho posible trabajar y estudiar virtualmente, y que, al contrario de la máquina de vapor, está regresando al hogar a los miembros de la familia, empezando por el padre. Ojalá que sepamos aprovechar estas nuevas oportunidades para volver a la unidad familiar.
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